Art Nouveau: El canto del cisne |
• La única residencia de estilo modernista de la ciudad capital está a punto de perderse FUENTE: La Nación. Áncora Febrero de 1948. Tras una conversación con Teodoro Picado, presidente de una república agitada por la anulación de las recientes elecciones, el educador Alejandro Aguilar Machado recibió de Picado una importante misión: convencer al ciudadano Manuel Jiménez Ortiz de hacerse cargo del Gobierno. “Salí de la Presidencia directamente a la casa del que cariñosamente llamábamos don Manuel Francisco Lico Jiménez. En la casa de don Lico, que era ese palacete que está más o menos al frente de la antigua Biblioteca Nacional, había reunida más gente que en la propia Presidencia. ”Entraban y salían figuras políticas de uno y de otro partido. Y se notaba claramente que la posibilidad de la transacción venía convirtiéndose, para bien de nuestro país, en una casi realidad”, relató Aguilar a Guillermo Villegas Hoffmeister (El gobierno sobre las armas). Habiendo aceptado el señor Jiménez, el encargo estaba cumplido; pero los planes de José Figueres eran otros, y el 12 de marzo estalló la insurrección' y la guerra civil fue inevitable. El Art Nouveau. Poco más de medio siglo antes, en París, en 1895, abría sus puertas una tienda en la que se vendían solamente objetos de diseño con la apariencia de lo que entonces se entendía por actual o “moderno”. La tienda L’Art Nouveau era la manifestación más clara de una corriente que, con ese nombre, venía desarrollándose en las artes aplicadas por toda Europa. Encarnada por diseñadores, artistas y arquitectos, la tendencia sostenía que la “edad moderna” debía tener su propio estilo: uno que aprovechase las tradicionales excelencias del oficio artesanal sin despreciar las ventajas de la industrialización. En palabras del historiador Bill Risebero, todos ellos parecían “preocupados con la misma nueva estética, basada en las curvas fluidas y blandas que se asemejaban a los zarcillos de las plantas en crecimiento; y en formas retorcidas como impulsadas por el viento que se asemejan a llamas, en fuerte contraste con la ordenada geometría del neoclásico y la rigidez del neogótico” (Historia dibujada de la arquitectura occidental). En la ciudad de San José, donde la conclusión del ferrocarril al Atlántico había facilitado y acentuado la asimilación de lo europeo, el Art Nouveau tuvo un pronto efecto en la decoración interior y exterior de la arquitectura, mas no en la integralidad de las obras. Por lo complejo de los diseños modernistas, la mano de obra necesaria para lograrlo --o acercársele siquiera-- era tan especializada como costosa. Además, por su misma cercanía temporal y el espíritu de novedad que la embargaba, la estética aquella solo estaba en posesión de los técnicos europeos que por entonces llegaban aquí a modelar el gusto urbano y burgués. El más destacado de ellos, precisamente, era el ingeniero-arquitecto italiano Francesco Tenca Pedrazzini (1861-1908). Este había arribado a la ciudad a fines del siglo XIX para dedicarse al “arte de las construcciones, que hasta cierto punto él sacó del molde colonial en que vegetaba”, como apuntó Justo A. Facio con ocasión de su óbito. Modernismo y ciudad. Expuesto a las tendencias renovadoras y antiacadémicas contemporáneas, Tenca había realizado estudios en la Academia de Bellas Artes de Milán, su ciudad natal. Allí se había recibido de arquitecto constructor y decorador, además de profesor de Plástica e Historia del Arte. Premiado allá como estudiante y como arquitecto, en Costa Rica ejercería todos los oficios para los que se había preparado. Fue profesor en el Colegio Superior de Señoritas y, como arquitecto, entraría en asocio con su colega Lorenzo Durini, con quien realizaría buena parte de su obra. El ambiente de nuestro país le era propicio pues, según anota Luis Ferrero, a principios de siglo “se propugna la idea del “retorno a la sencillez” y se aboga por una nueva estética. En sus litografías, algunos artistas introducían elementos curvilíneos típicos del Art Nouveau. “Muchas de las nuevas construcciones --sobre todo en los barrios Otoya, Morazán, Amón y Aranjuez-- van liberando la arquitectura de la servil imitación del gótico, del renacimiento y del barroco. En los papeles que tapizaban las paredes, en las encuadernaciones de los libros, en los carteles, también se mostraban adornos vegetales que recubrían la superficie”, añade Ferrero en Sociedad y arte en la Costa Rica del siglo XIX. Además, Modernismo era el nombre de la corriente que, desde hacía unos años, pugnaba también por una nueva estética literaria en toda Hispanoamérica, y que tenía a Rubén Darío por máximo exponente. En su brega, el poeta nicaragüense había hecho del azul el color del modernismo, y del cisne su símbolo estético. En ese ambiente, Tenca recibió el encargo de diseñar y construir una casa en la calle 5, entre las avenidas 1 y 3. Así, como un cisne solitario en los alrededores de lo que antaño fue una laguna y ya entonces era el parque Morazán, apareció la que sería la única mansión Art Nouveau de nuestro país. Casa Jiménez de la Guardia. Hijo de dos distinguidas familias cartaginesas, Manuel Francisco Jiménez Ortiz (1882-1952) se había recibido de abogado en 1903 y contraído matrimonio con Isabel de la Guardia; y la que sería su casa familiar, terminada en 1905, no dejaba de ser una apuesta estética. Pues, si entonces no eran muchos sus colegas, y no obstante el manifiesto eclecticismo de su trabajo, Tenca se destacaba entre ellos por encarnar mejor la voluntad plástica del fin del siglo XIX, con sus atrevidos acercamientos al modernismo. Esa casa, de varios cientos de metros cuadrados de construcción, sería la obra en la que las pretensiones integrales del Art Nouveau llegarían más lejos en la carrera del artista italiano y en nuestra ciudad capital. De dos plantas y construida originalmente en ladrillo confinado en concreto armado, la vivienda está limitada al ancho completo del predio. Por todo ello, lo que le brinda perspectiva es lo que fue su antejardín, separado de la calle por una reja forjada con motivos Art Nouveau. En las fachadas y --aunque menos-- en el interior, esa inspiración floral y frutal se despliega en un variado repertorio constructivo fuertemente esculturizado en los detalles ornamentales y de equipo en piedra de mollejón o de granito, en los zócalos, las balaustradas, el balcón, el torreón y los coronamientos de las ventanas. Tras el terremoto de San Casimiro, el 4 de marzo de 1924, el inmueble resultó gravemente dañado hasta el punto de que su segunda planta se reconstruyó enteramente en bahareque francés en los dos años siguientes. No obstante, todos los detalles arquitectónicos originales se conservaron. Por esa razón, hasta hoy, en toda su rica volumetría destacan también las sutiles alegorías a las que no son extraños la figura humana ni el mascarón, y cuya riqueza simbólica escapa ya a nuestra entera comprensión; pero más incomprensible resulta el estado de deterioro en el que la contemplamos ahora. La casa del hombre público que ayer estuvo a punto de subir a la Presidencia del país, está a punto de caerse hoy por la desidia privada. Es como si al “arte nuevo” lo atacase el viejo “arte” de destruir el patrimonio histórico en San José: dejarlo en abandono', a pesar de que podría ser, al mejor estilo modernista, el canto del cisne del modernismo en Costa Rica. EL AUTOR ES ARQUITECTO, ENSAYISTA E INVESTIGADOR DE TEMAS CULTURALES. * |